En un mundo donde el deseo sexual suele considerarse sinónimo de salud, amor o plenitud, hay quienes rompen el molde y enseñan una verdad poco reconocida: no sentir atracción sexual también es natural. La asexualidad, lejos de ser una moda o una etapa pasajera, es una orientación sexual legítima y profundamente humana.
Los asexuales no experimentan atracción sexual hacia otras personas. Esto no significa que sean incapaces de amar, de tener relaciones afectivas o de formar vínculos sólidos. Simplemente, el componente sexual no forma parte esencial de su experiencia de vida.
Existen diferentes matices dentro del espectro asexual. Algunas personas se identifican como gris-asexuales, experimentando deseo sexual solo en contadas ocasiones. Otras son demisexuales, es decir, solo sienten atracción sexual cuando hay un fuerte vínculo emocional. Y hay quienes, sin etiquetas adicionales, simplemente no sienten deseo en absoluto.
A pesar de que las cifras exactas varían, algunos estudios estiman que entre el 1% y el 2% de la población mundial se identifica como asexual. Sin embargo, el estigma persiste. Muchos asexuales enfrentan incomprensión por parte de médicos, terapeutas, amigos e incluso sus propias familias, que intentan “curarlos” o “arreglarlos”, como si no sentir deseo fuese una falla en lugar de una variación natural del ser humano.
En nuestra sociedad hipersexualizada —donde el sexo vende, define y valida— resulta difícil imaginar una vida plena sin él. Pero los testimonios de personas asexuales demuestran lo contrario. Hablan de libertad, de autenticidad, de relaciones profundas que se construyen sobre la base de la comunicación, la empatía y el respeto mutuo.
La asexualidad no es celibato, ni represión, ni trauma. Es una orientación sexual más dentro de la rica diversidad humana. Validarla es reconocer que el deseo —o su ausencia— no mide el valor de nadie. Porque en la pluralidad de sentires y formas de amar, todas las experiencias son válidas.